Al cabo de cuatro años en que Estados Unidos no estuvo dispuesto a sostener intercambios oficiales con Cuba en el tema migratorio, el 21 de abril pasado se reunieron con tal propósito delegaciones de ambos países en Washington DC.
A la altura de diciembre del 2018, después de dos años de justificar el distanciamiento con la Isla utilizando como argumento la ficción de los llamados ataques sónicos, el Departamento de Estado ponderaba con la embajada cubana en Washington la posibilidad de restablecer las conversaciones migratorias, que normalmente se desarrollaban cada seis meses, además de retomar el funcionamiento de la Comisión Bilateral.
No obstante, en enero del 2019 el apparatchik estadounidense fabricó un nuevo obstáculo para limitar la relación bilateral: la presencia supuesta de 20 000 tropas cubanas en Caracas, “para garantizar la subsistencia del régimen de Maduro”. A partir de ese momento las acciones hostiles no cesaron, hasta llegar a la absurda reinserción de Cuba en la lista de países que supuestamente patrocinan el terrorismo.
En aquellos meses, el candidato Joe Biden hacía campaña entre los cubanoamericanos con el proyecto de cambiar ciertas políticas hacia la Isla, mencionando en primer lugar componentes de la llamada agenda familiar: viajes, remesas, servicio consular. Sin embargo, ni en su calidad de presidente electo, ni de presidente en el poder, Biden modificó ninguna de las acciones de su antecesor, que habían llevado las relaciones diplomáticas bilaterales con Cuba a una mínima expresión.
Quince meses después de que Biden tomara posesión, período en el que varios funcionarios de gobierno hicieron declaraciones entre confusas y trumpistas contra Cuba, llegó el anuncio de un primer encuentro entre diplomáticos de ambos países para debatir sobre un solo tema dentro de la vasta agenda bilateral.
La noticia surgió sin mucho aviso previo. Finalmente las conversaciones se extendieron por apenas una jornada y las notas de prensa de ambas delegaciones parecerían coincidir en la esencia del asunto: garantizar una migración regular, ordenada y segura. Sin embargo, las actitudes de cada parte difieren en cuanto al propósito real.
Justo antes del encuentro, el Secretario de Seguridad de la Patria, Alejandro Mayorkas, dijo que los acuerdos migratorios vigentes (son 3) con Cuba habían sido “descontinuados” en la época de Trump. A falta de otros comentarios de la parte estadounidense, esa es una mención que requiere cierta ponderación.
El gobierno precedente, en particular los subordinados directos de Rex Tillerson y Mike Pompeo, desconocieron las obligaciones a las que se sometía Estados Unidos bajo dichos acuerdos y nunca respondieron la solicitud cubana reiterada en varias ocasiones, sobre la necesidad de gestionar de modo directo las preocupaciones que ambas partes tenían sobre esta materia.
Es útil remarcar que el último de estos acuerdos, firmado en enero del 2017, permitió que prácticamente se redujera a cero la emigración irregular de cubanos a Estados Unidos. Cabría preguntarse, por qué la administración de Donald Trump hizo todo lo posible por acabar con un logro histórico, que podía ser referencia para solucionar la situación que en el mismo tema enfrentaba con otros países.
Se ha repetido una y otra vez que Trump asumió una política anti inmigrante, con todo el simbolismo del muro en la frontera con México y las expulsiones masivas de los irregulares. Estas últimas por cierto estuvieron más, o menos, a la altura de las realizadas durante los años de Obama; Biden, por su parte, no ha abandonado tal ritmo. El muro, a pesar de los anuncios y fotos de promoción, quedó inconcluso. Lo que Trump hizo en realidad con todo su histrionismo fue reducirle el precio a la mano de obra inmigrante indocumentada, que normalmente se hace cargo de los oficios más mal pagados en aquella economía, de forma particular en el sector de la construcción, donde el magnate maneja su fortuna. Un inmigrante demonizado y perseguido acepta cualquier oferta de salario, si corre el peligro de ser denunciado y expulsado del país. Just business.
Pero la actitud del equipo de Trump respecto a Cuba fue singular: cortó de un golpe el otorgamiento de visas en La Habana, trasladó ese “servicio” a terceros países, no respetó las cantidades mínimas (20 000 al año) de visas para inmigrantes previstas en los acuerdos bilaterales.
Los flujos irregulares de cubanos hacia Estados Unidos no fueron significativos de inmediato por varias razones: las condiciones económicas en Cuba eran favorables, no habían tenido lugar las medidas de recrudecimiento extremo del bloqueo, no había una demanda acumulada de visas y muchos postergaron sus planes de viajar, ante un probable cambio de política, que podría producirse con la elección futura de un nuevo gobierno.
Para que se tenga una idea del volumen de viajes que se habían regularizado entre Cuba y Estados Unidos, a partir del momento en que tuvo lugar la reforma migratoria cubana, deben apreciarse las siguientes cifras:
En el primer semestre del 2019 las cifras ya indicaban que los totales podrían ser superiores a los del año precedente. En todos esos años las cantidades de viajeros que no regresaban a la Isla en un período de 24 meses posteriores a la salida resultó ínfima. Los que permanecían en Estados Unidos fácilmente podían acogerse a la llamada Ley de Ajuste Cubano y radicar allí sin temor a la deportación.
En todo ese tiempo, los funcionarios estadounidenses solo se referían a los acuerdos migratorios con Cuba para satisfacer el interés devolver a la Isla a aquel que consideraran “excluible”, tanto en la acepción del acuerdo de 1984, como los que habían cometido alguna falta después y ya no eran aceptables en aquella sociedad.
Y entonces llegó el 2020 con su carga particular de COVID19, más la acción estadounidense desenfrenada de convertir a una isla geográfica en una isla económica, desconectada del resto del mundo. Cuba fue la única excepción que Washington hizo, a la hora de no aplicar en toda su magnitud regímenes de sanciones contra terceros, con el objetivo de dar espacio para paliar los efectos de la pandemia.
Los cubanos, que según la ley nacional tienen el derecho de solicitar un pasaporte y viajar al país de destino que decidan, comenzaron entonces a dirigirse a terceros países, con el propósito de llegar al destino final anhelado y prohibido: Estados Unidos.
En consecuencia Washington se dispuso a presionar a terceros para limitar, y en algunos casos cerrar, el acceso a sus fronteras a ciudadanos de origen cubanos.
Empezó a tejerse de nuevo la leyenda sobre la singularidad de la migración cubana, a hablarse de miles de personas “huyendo del régimen” y a citar cifras absolutas sin compararlas con el resto de los países que son grandes emisores. La prensa que ha repetido estos argumentos contra Cuba no ha calculado siquiera que este flujo es apenas una fracción, relativamente pequeña, del total de todas aquellas visas (de inmigrantes más las de temporales) que se han dejado de otorgar en La Habana durante años.
Si el flujo migratorio irregular de cubanos con destino a Estados Unidos que se produce en la actualidad se considera algo singular, imaginemos entonces qué sucedería si Washington aplicara un bloqueo económico, comercial y financiero contra el resto de los países de la región y al mismo tiempo suspendiera los servicios consulares y el otorgamiento de visas en las respectivas capitales.
La historia de las relaciones migratorias entre Estados Unidos y Cuba indica dos conclusiones claras:
- Cuando desde el lado estadounidense se ha limitado por razones políticas el flujo migratorio normal desde Cuba se han producido crisis, con consecuencias directas para los migrantes y para la seguridad nacional de estos países.
- Cuando ambos países han negociado de modo directo sobre el tema se ha llegado a acuerdos, han existido períodos de estabilidad y se han encontrado fórmulas para regular el flujo y hacerlo previsible.
Hasta donde se conoce, la delegación estadounidense que asistió a la reunión del pasado día 21 sólo habló de una reanimación limitada de los servicios consulares en La Habana, tanto en cuanto al personal, como al total de visados.
La pregunta que deberá responderse en las próximas semanas es simple: ¿El gobierno de Joe Biden desea realmente normalizar la relación migratoria con Cuba y cumplir con todas las obligaciones existentes bajo los acuerdos bilaterales en la materia, o pretende enrarecer aún más este contencioso y generar una nueva crisis?
Lo que puede resultar incomprensible para muchos es que tanto Biden, como una buena cantidad de sus subordinados en el actual gobierno, fueron parte, o apoyaron, la negociación con Cuba que hizo posible redactar los mencionados acuerdos migratorios de enero del 2017. Lo hicieron bajo el supuesto de que ese resultado se avenía con el interés nacional estadounidense.
Sin embargo, tanto el presidente en funciones como el resto de esos funcionarios se han embarcado hasta ahora en la continuación de una política trumpista, que tuvo como principal objetivo borrar de los libros de historia los aspectos más relevantes del legado del primer presidente negro de Estados Unidos. Parece que en lo que respecta a Cuba se ha vuelto a borrar la tenue línea divisoria entre demócratas y republicanos.
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